ARROZ A LA VALENCIANA

23 de noviembre de 1948


ARROZ A LA VALENCIANA


Por Ramón Suárez Picallo


En un diario muy popular del mediodía, su redactor, Carlos Zeda, se queja amargamente de haber tenido que comer un plato de bazofia vil, con el ilustre nombre de arroz valenciano. Y, sin más ni más, le echa la culpa del fracaso gastronómico al arroz chileno, atribuyéndole exceso de almidón y aún otros muchos excesos.

Mucho nos tememos que el admirado colega se haya equivocado en su apreciación arrocera. El arroz, señor mío, es igual en todas partes el mundo. En la India, en la China, en Haití o en las Albuferas de Valencia. De él dice un refrán español que “tanto vale en el saco como en el papo”. Es decir que, como alimento no vale nada. Nosotros, que lo hemos comido durante once meses consecutivos, con sal y agua al mediodía y con agua y sal a la noche, le tenemos una tremenda inquina. Por lo demás, somos de una tierra donde afortunadamente no se come arroz. Está substituido allí por las papas, el exquisito, sabroso y suculento fruto chilote, supremo regalo hecho por esta tierra bendita de Dios al resto del género humano.

Y ahora desbotada esta diatriba contra el arroz, veamos cómo, preparado a la valenciana, puede ser un plato magnífico. En primer lugar, el arroz es lo de menos; lo importante son los tropiezos. Por ejemplo, trutros, pechugas y alas de pollo; hígado y otros menudos, juntos con otras presas de conejo; anguila y cangrejo como peces de río y choritos , centolla o langosta, como mariscos. Después pueden agregársele costillas de cerdo joven y de cordero lechón, unas rodajas de chorizo y unas magras de jamón. El aliño ha de ser majado en buen aceite de oliva, con ajo, perejil y estambres de azafrán, todo hecho frito y sofrito, a muy cuidado y regulado fuego lento. Hay después otros matices, como por el ejemplo de la cantidad de agua que debe usarse en relación con la del arroz. Esto del agua esta en buena parte del quid. Pocas gentes saben que el agua de Valencia, la de Madrid, la de Compostela y la de Santiago de Chile, no son iguales a la de Temuco, la de Antofagasta o a la de Valladolid; y es de esa diferencia que viene casi siempre el fracaso del plato, cuando lo guisan personas que creen, que un libro de cocina puede enseñar una ciencia y una cultura milenarias.

Estamos seguros que nuestro infortunado colega, comió arroz a la valenciana preparado por gentes indoctas que hicieron el arroz sin el “punto” y sin los aditamentos que lo hacen más o menos comestible. Y de ahí su injustificado desconsuelo.

Claro está que los campesinos de Játiva y de Ruzafa, los marineros del Grao y las floristas valencianas de la Plaza de Castelar, preparan su modesto arroz con muchísimas menos cosas de las que nosotros hemos señalado como indispensables; y a pesar de lo cual les sale exquisito; del mismo modo que las mujeres de los albañiles madrileños, suelen prepararles a sus maridos con cinco reales de cosas, un cocido tan sabroso, que una cocinera profesional de otra parte, no es capaz de lograr gastando veinte veces más; con el pote gallego, la caldereta extremeña, el gazpacho andaluz y los callos en sus treinta variedades, ocurre exactamente lo mismo. Representan una tradición y una cultura, vinculadas al “genius locci” –genio de lugar– absolutamente intransferibles; pertenecen a ese género de ciencia y de sabiduría populares “que Natura da e Salamanca non presta”.

Por eso compartimos la reacción patriótica del señor Zeda, a favor de los platos típicamente chilenos, que también tienen su historia y su genio del lugar: la cazuela de ave, de vaca o de cordero con chuchoca, papas, porotos verdes y unas hojas de repollo, el maravilloso caldillo de congrio y el portentoso curanto del sur; sin dejar de lado el cochayuyo y las incomparables humitas con el similar pastel de choclo, que forman la mejor historia culinaria de Chile. Y no citamos la empanada, por ser común en otras naciones –Argentina, Perú y Uruguay– y por no ser de origen americano, sino que español y gallego. Pero si algún día quiere “picar” en platos tan típicamente españoles, como lo es el arroz a la valenciana, no pierda su tiempo en buscarlos en hoteles, en restaurantes ni en casas particulares, donde lo preparan libro en mano. Porque éste, como todos los otros platos típicos del mundo es absolutamente hogareño, más allá y por encima de toda fórmula libresca.

Por nuestra parte vamos a darle un dato: en los últimos siete años de nuestra última residencia en Chile, sólo conocemos a tres personas que nos hicieron comer con gusto el arroz a la valenciana, guisado por ellas: don Vicente Sol Martínez, natural de Crevillante, provincia de Alicante, ex Gobernador de Sevilla, ex Director General de Prisiones y Diputado a Cortes de la República Española; doña Catalina Salmerón de Cano, nieta del más ilustre de los cuatro presidentes e la primera República Española; y Nostrama –que Dios guarde mil años– doña Paquita Jurada de Vásquez-Ambrós, descendiente nada menos que de don Pedro Calderón de la Barca. Todos los otro arroces que tuvimos la obligación de catar, eran casi tan malos como el que cató nuestro colega y que determinó su indignada protesta contra los platos extranjeros.

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