UN CONTO DE PARDO BAZÁN AMBIENTADO EN SADA
En el pacífico pueblecito ribereño de Areal fue enorme el rebullicio causado por el misterioso episodio de la desaparición del chicuelo. ¡Un niño tan guapo, tan sano, tan alegre! ¡Y no saberse nada de él desde que a la caída de la tarde se le había visto en el playazo jugando a las guijas o pelouros!
La madre, robusta sardinera llamada la Camarona, partía el corazón. Llorando a gritos, mesándose a puñados las greñas incultas, pedía justicia, misericordia…, en fin, ¡malaña!, que encontrasen a su hijo, su Tomasiño, su joya, su amor. Su padre, el patrón Tomás, cerrando los puños, inyectados los ojos, amenazaba… ¿A quién? ¿A qué? ¡Ahí está lo negro! A nadie… Porque no pasaban de conjeturas vagas, muy vagas, las que podían hacerse. O a Tomasiño se lo había tragado el mar, o lo habían robado. Si lo primero, ¿cómo no aparecía el cuerpo? Si lo segundo, ¿cómo no se encontraba rastro del vil ladrón?
Bien pensado, cuando la pena dio espacio a que se reflexionase, lo de haberse ahogado Tomasiño no era ni pizca de verosímil. El rapaz nadaba lo mismo que un barbo; hacía cada cole que aturdía; y que hubiese tormenta, que no la hubiese, él salía a la playa después de una o dos horas de chapuzón, tan fresco y tan colorado. El mar era su elemento, no la tierra. Lo juraba el patrón: no tenía la culpa el mar.
La hipótesis del rapto o secuestro empezó entonces a abrirse camino. La imaginación de los moradores de Areal la patrocinaba. Se habían llevado a la criatura. ¿Quién? ¿A dónde? Aquí tropezaba la indagatoria. Ni la Justicia, ni los padres, ni el público lograban en esto adelantar un paso. La Camarona y el patrón no tenían enemigos. En Areal no se cree en brujas ni en el mal de ojo o envidia. Esas son supersticiones de montaña. Tampoco hay malhechores de oficio.¿Qué pescador, qué fomentador, qué aldeano de las cercanías, de la bonita vega de Areal iba a robar a Tomasiño, sin objeto alguno?
Sin embargo, la Camarona, con esa viveza de fantasía de la mujer, sobreexcitada por el instinto maternal, indicó al juez una pista. Veinticuatro horas antes de la desaparición de Tomasiño, ella había visto por sus propios ojos, cuando llevaba su cesta de lenguados a vender al mercado de Marineda, un campamento de húngaros en el soto de Lama. Allí estaban los condenados, con unas caras de tigre, como demonios, puesto el pote a hervir en la hoguera que alimentaban con leña del soto, que no era suya. Ya se sabe que los húngaros, a pretexto de remendar sartenes y calderos, viven de robar. Ellos, y nada más que ellos, eran los autores de la fechoría. Apenas prendió en la idea, apresuróse la Camarona a buscar, en el soto de Lama, el sitio en que había reposado y vivaqueado la tribu errante. No tardó en encontrarlo: la hierba pisoteada por los caballos, las ramas rotas y las cenizas de la hoguera lo delataban. Y en el momento de fijar los ojos en el residuo negruzco sobre el verdor del suelo, la madre exhaló un salvaje grito de furor y de certidumbre. Acababa de ver, entre la ceniza, un punto blanco: una china, un pelouro. Recogiendo aquel indicio, corrió a alborotar el pueblo. ¿Qué duda cabía ya? Tomasiño llevaba siempre en el bolsillo del pantalón las guijas del mar con que jugaba. Eran conocidas, eran inconfundibles: blancas como la nieve, redonditas como bolas, y tan pulidas que ni hechas a mano. Escogidas, ¡malaña! Las distinguía ella entre mil, las chinas de Tomasiño. Y hubo en Areal exclamaciones de cólera, llantos de simpatía, clamores indignados, descabellados planes… Pero al presentarse el juez de Brigancia, la Camarona, con la guija en la mano, advirtió que aquel señor no demostraba gran convencimiento. ¿Los húngaros?
¡Bah! De todo se les culpa… ¿Y por una china de la playa se ha de afirmar…? En fin, él enviaría un exhorto… Se avisaría a la Guardia Civil… ¡Cualquiera acierta con el paradero de esos pajarracos! Hoy están aquí, mañana en Portugal… Bueno, se trataría de echarles el guante.
Se trató, en efecto; sólo que no era la Camarona, no era la desesperada madre, sujeta a Areal por las duras cadenas de la pobreza, quien perseguía a los raptores. ¡Y éstos, y su presa, se encontraban ya muy lejos! Así es que la infeliz pescadora, con su guija siempre en la mano, se sienta por las tardes en el muelle, a la espera de las lanchas, y dice a las comadres preguntonas:
-¡Si pasa el juez…, se la tiro! ¡Y le acierto en la sien, malaña!
Pluma y Lápiz, nº 3, 18/11/1900