UN ARTIGO DE RAMÓN OTERO PEDRAYO SOBRE SADA E AS MARIÑAS

Co pseudónimo de Santiago Amaral, ese xigante da cultura galega que foi Ramón Otero Pedrayo publicou numerosos artigos posguerra. Artigos nos que queda patente o seu enciclopedismo e o seu coñecemento profundo da realidade e da xeografía galega.


Neste caso, don Ramón achéganos a súa visión de Sada e da comarca desde a perspectiva que lle ofrece o Castro de Samoedo, na parroquia de Osedo. O mesmo lugar no que a filla do señor do pazo ao que Otero alude e un retratista compostelán que acababa de chegar de Madrid estaban poñendo a andar o proxecto de Cerámicas do Castro. Quizais esta presenza de Otero nestas paraxes garde relación coas empresas fabrís e culturais de Carmen Arias e Isaac Díaz Pardo. Ou quizais aínda non presentía o ourensán o que se estaba a tecer baixo as tellas do vello pazo.

PAISAJE MARIÑÁN

Vamos por la honda “corredoira”, un foso largo, húmedo, fragante. El laurel y la madreselva consuelan de la oscuridad y la húmeda tierra nutricia y campesina conserva un frescor de gruta en algunos tramos. ¿Cómo se las arregan los carros al encontrase de frente? SE avisan con el canto de sus ejes o los gritos, señales aceptadas, de los conductores, antes de los trozos hundidos poco más anchos del ancho del carro. Estas “corredoiras” sólo son posibles en el terrón blando, graso, de rico “humus” y débil osamenta rocosa de las “mariñas”, tesoro de los arcos interiores del “Magnus Portus Artabrorum”. Parecen trazadas y hundidas por el andar de las generaciones y las ruedas de los carros. En nuestros duros granitos orensanos y pontevedreses como en las pizarras grises, el trabajar de los caminos no labra estos profundos surcos. El zueco y la llanta encienden chispas en el pedernal, el camino lucha con la constante rebeldía del suelo.
En las “corredoiras” está domado. Tierra blanda, femenina. Cruzando las fincas señoriales, las corredoiras soportan puentes y orladas de setos vivos y frondosos; dan, desde arriba, la sensación de cauces profundos…

Las “corredoiras”, tan antiguas como los ilustres castros que unen y relacionan, traen al recuerdo el descubrimiento romántico de estos paisajes por Vicetto, Neira de Mosquera…
Desembocamos en un campo lleno de luz. Lo decoran la gravedad de un “pazo”, la gracia de una capilla con su crucero. Se adivina la restauración del siglo pasado y la gracia y el encanto de una vieja y sencilla fábrica. Nos dicen cómo en este campo se celebra la fiesta de San Roque. Vienen gentes hasta de Pontedeume y desde luego de La Coruña… Pasa un carro con su “cainzo”. En las “milleiras” juegan esos brillos ricos, pausados, señalando la proximidad del medio día.

Aquí en las buenas tierras al fuerte trigo moreno y denso sucede el maíz. No se percibe, a dos o tres kilómetros de Sada, el olor del “patexo”. Es el abono corriente de los campos. Este año disminuyó esta cosecha del mar que favorece las de la tierra. Nos cuentan que en el “patexo” hay algún principio cáustico, ardoroso, que produce la rabia en los perros que lo comen… Alguien afirma muy en serio, y no tenemos por qué dudarlo, que el raposo se ríe y está de guasa si encuentra a un hombre sin armas: sacho, escopeta, “forcado”. Hay muchos raposos en los grandes pinares…

Subimos un poco y se descubren mansamente los horizontes. A nuestra izquierda las blandas cuestas descienden sin violencia a una vaguada lenta. Pinares y maizales dan un tono de ilustres y compacto verdes al fondo sin dejar ver los caminos hondos y las carreteras encubiertas. Algunos grupos de eucaliptus y coníferas señalan grandes fincas antiguas. Todas remozadas, silentes, en este sol contento de los verdes colmos. Hay vuelos de palomas. Dominan por este rumbo las torres blancas de Meirás…

A nuestra derecha la perspectiva se ahonda y escalona gracias a la presencia, a la sencilla presencia de algo necesario, como el maestro a la orquesta, el recuerdo y la esperanza al retrato, el las comarcas costeras: el mar. El azul, levemente gris, tranquilo, entre blancuras de arenales, desde aquí sospechados, de la ría de Betanzos. Los montes de Moncoro y Monfero, las tierras marineras y labradoras de Caamouco y Lubre, parecen respirar en la atmósfera marina. Más allá dos bandos de gaviotas posadas simétricamente son la villa de Ares. El monte Breamo, peana decorativa de la iglesia románica, hace olvidar un momento la negra silueta y trazo de la torre de Andrade necesitada de lejanía para lucir como muchas figuras y tiempos en la historia. Invita la entrada de Pontedeume. No hay una vela y el silencio del mediodía, tan cerca de caminos activos de lugares poblados, se tiende en cortinas de luz grave y suave como para volver más solemne el toque de las doce que nacerá en diversos sitios y apartará con sus sones los velos del silencio para lucimiento de la joya central del día. Muy hermoso y sedante. Pero el sentimiento boga por lentas aguas hacia la escondida belleza del Betanzos invisible.

Estamos en la buena y apacible parroquia de Osedo. La preside el antiguo “pazo” del Castro de Samoedo. El castro cuyos flancos cubren mantos de “pínica” olorosa. Pasa un hombre. Dicen que es de Bergondo, la aldea de los joyeros, donde es casi vergonzoso no ser millonario. ¿A dónde iremos? Bergondo, Sada, Fontán, están cerca. Las grandes fincas y las “milleiras”, los pinares y las huertas, rinden sus sombras a la gloria del sol brillante. Es la ría un poco más azul que hace unos instantes… Cerca de aquí en un atrio campesino duerme el admirable autor de “Abellas d’ouro de Galiza” y de “Estebo”, el inolvidable amigo, bueno y sencillo como el pan de estas tierras de trigo oscuro y rubio maíz: Lesta Meis… En el fulgor de los colores pasa una nube de tristeza. Y detrás de aquellos pinos está la aldea de Ouces. Allí reposa otro cantor y ensayista de estas riberas: J. V. Viqueira.

La Región, Ourense, 02/10/1948
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