El altivo desaliño de Ramón, su orgullosa inelegancia fue siempre motivo de preocupación para los colindantes que lo querían bien. Sus compañeros de tripulación en aquellos barcos a rueda que remontaban las aguas de esos grandes ríos que llevan a Asunción del Paraguay, tuvieron alguna vez que comprarle a riguroso escote un terno para que lo luciese por las calles coloniales de la capital paraguaya. (Vosotros sabéis que no estoy mintiendo, Pan, Garrido, Seijo…) Una vez pudo escabullirse de la vigilancia de sus amigos y se escapó a Ginebra en aquella delegación del doctor Pinto a la Conferencia Internacional del Trabajo, con su propia vestimenta y más orgulloso que Diógenes. Pero años después, en Madrid, lo atrapa Castelao y le hace estrenar una flamante chaqueta para su lucimiento en los escaños de las Cortes Republicanas.
Cuando pega el brinco trasandino y vuelve a vivir otra vez entre nosotros, Abraira lo somete al tormento de sus hilvanes y entretelas.Quien en aquellas horas precursoras de la Semana Trágica(Semana de Holgorio le llamó amargamente el hondo humorismo gallego de Arturo Cancela), acudía a presencia de Yrigoyen, representando a sus compañeros marítimos, y altivo y desmelenado discutía con el enlevitado caballero que se llamó Joaquín de Anchorena, tuvo que sentir siempre él, el incomprensible acoso de los fanáticos de la estética indumentaria.
Los que lo conocimos bien, sabemos que Ramón estuvo siempre muy por encima de esas banalidades. Quede esa preocupación para don Miguel de Unamuno que se resiste a ir a recoger el título de doctor Honoris Causa de la Universidad de Oxford porque teme las miradas de la pulcra sociedad inglesa y cuando Pérez de Ayala logra convencerlo dice “Bueno, iré a ver si vuelvo aliviado de mis aldeanerías bilbaínas. Yo me asombro de que Baroja, más ogro y más aldeano que yo, se atreva a ataviarse para entrar en la Real Academia”. Don Pío, a su vez, le contesta a Enrique Méndez Calzada que lo tienta a venir a la Argentina: “Sí, iría, pero habría que empezar por ir al sastre”. Y por eso, nada más que por eso, renuncia a la aventura transatlántica.
A mí me parece que Ramón intuía que su elegancia radicaba exclusivamente en su oratoria. A él, el orador más puramente orador de todos los gallegos coetáneos, lo vestían sus palabras, sus metáforas, sus tropos, el cálido tono de su voz, sus gestos, con algunas arrugas gramaticales o dialécticas que hasta Unamuno observó un día en una intervención parlamentaria del Diputado gallego. “Estuvo usted muy bien, pero esa frase latina se pronuncia así…”, y en seguida la gran soberbia vizcaína del Profesor: “Pero no se preocupe, de eso solamente puedo darme cuenta yo”. Cuando Ramón bajaba de la tribuna, volvía a su ser natural, desmadejado y desaliñado, pero él no se daba cuenta y seguía su invariable senda.
Su verbo encendido y casi místico, producía a veces efectos sorprendentes. Ante la sala llena del viejo Teatro Mayo y con motivo del estreno de su Marola, dice un prólogo en su idioma gallego. Un público en gran parte ignorante, se ríe estimando acaso que esa lengua sólo sirve para cuentos chocarreros y diálogos de fiada y entonces, ¡ay!, surge el león, avanza hacia las candilejas y con vibrantes palabras que les obliga a recordar los arrullos de sus madres aldeanas, los sufrimientos labriegos, la dulzura del único hablar que sintieron en su infancia los paraliza, los enmudece y al final los hace romper en un cerrado y clamoroso aplauso.
Años antes, cuando Ramón Suárez no se había añadidotodavía el Picallo, que lo separó de las lides sociales y lo trajo al fervor de nuestra causa, conmovía a un público inmenso que celebraba un funeral cívico a la muerte de Lenin. Su voz era suave, profética, sin enconos, sin denuestos y las gentes salían de la sala conmovidas y algunas sollozando. Este era así apacible, cordial, apostólico, ya hablase de la dulce Rosalía ya del severo revolucionario eslavo.
Por eso, amigo Regueira, ahora ha llegado el momento de tejerle a nuestro Ramón una veste, una túnica que lo libre de una ausencia desoladora y definitiva. A pesar de brillantes páginas marineras que complementan su obra de brillantes alegorías, de atinadas inquisiciones en el ser gallego, él era sobre todas las cosas orador y ya sabemos el sino fatal de los oradores. Ni de Donoso Carlés, ni de Maura podía recogerse en libros su esencia fundamental. Ni en libro, ni siquiera en grabaciones.
Y hay que hacer algo por la permanencia de Ramón entre los jóvenes que nos seguirán. De vosotros (Eduardo, José, Rafael, Luis, Emilio…) quedará siempre un poema, una novela, un ensayo que descubrirá sorprendido un muchacho de mañana y reviviréis. Pero Ramón está en trance de no volver. Contribuyamos a que eso no ocurra, y aquel peregrino que paseó por las dos Américas su agudo ingenio y además, en tiempos aciagos, la imagen y la veste ensangrentada de una patria destrozada, y que lo hizo con dolor pero sin odio, os mirará sonriente desde la eternidad.