Humberto Souto
Siempre me ha sucedido lo mismo. Cuando he salido sin rumbo fijo y guiado, simplemente, por corazonadas, las cosas no han salido tan mal como esperaba. Veamos el caso.
Después de dejar el trabajo, como todos los días, salí con mi señora a dar un paseo y tomar un poco de aire. Nos acercamos hasta el Centro Lucense. Preguntamos, como de costumbre, si había alguna novedad referente a algún acto cultural. Como respuesta, me entregaron el periódico “Lugo”, y salimos a continuar la caminata. A las pocas cuadras del paseo, leo en el periódico: “Cursillo de Capacitación y Oratoria”, por el profesor doctor Ramón Suárez Picallo.
Después de dejar el trabajo, como todos los días, salí con mi señora a dar un paseo y tomar un poco de aire. Nos acercamos hasta el Centro Lucense. Preguntamos, como de costumbre, si había alguna novedad referente a algún acto cultural. Como respuesta, me entregaron el periódico “Lugo”, y salimos a continuar la caminata. A las pocas cuadras del paseo, leo en el periódico: “Cursillo de Capacitación y Oratoria”, por el profesor doctor Ramón Suárez Picallo.
Y así fue que llegamos otra vez de vuelta al Centro y en el 2º piso, donde se encuentra la Secretaría, había una persona que parecía un empleado; y digo empleado, porque se encontraba al otro lado del mostrador. Claro, que bien podía ser también un miembro de la Comisión.
Del lado donde nos encontrábamos nosotros, estaba un señor que por su aspecto, también parecía de la casa. Era un hombre ya entrado en años, aunque su espíritu no lo demostraba: erguida la cabeza, que peinaba canas, se veía por su aspecto que había sido robusto y bien plantado en su mocedad, con una vanidad, que hacía gala de su seguridad al hablar: voz bien timbrada, ojos claros, de un mirar luminoso y amplio, como hechos de horizonte de mar.
Me dirigí al que estaba al otro lado del mostrador y entablamos el siguiente diálogo:
–¿Puede informarme sobre los “Cursos de Capacitación y Oratoria”?
–¿Es usted socio?
–Si, señor.
–Entonces la inscripción es gratuita.
–Mejor que mejor, ya lo leí en el periódico.
–¿Cómo se llama?
–Fulano de tal.
–¿Edad?
–Tantos.
–¿Dónde vive?
–En tal calle.
–¿Conoce usted al profesor Suárez Picallo?
–No señor; pero tengo muy buenas referencias y, sobre todo, español y gallego, dos veces bueno.
En esto, terció en la conversación el señor de los ojos claros, ya entrado en años y de mirada escrutadora y díjome a boca de jarro:
–¿Pero no lo ha visto nunca?
Si le digo que no lo he visto y que ni sé cómo es.
–Dígame joven, ¿y por qué quiere anotarse en los “Cursos de oratoria”?
–Es que me gusta tanto escuchar a personas que manejan correctamente el idioma, que por regla general, el orador une lo agradable a lo real; de ahí que la elocuencia sea un pintura del pensamiento y, además, escucharé buenos discursos y me quedará algo para recordar.
–Está usted muy equivocado.
–¡Cómo equivocado! ¿Usted conoce al profesor Suárez Picallo?
–Cómo no lo voy a conocer, si el que va a dictar la cátedra soy yo.
No supe qué contestar y traté de excusarme lo mejor posible; tal fue mi azoramiento.
Bueno –me dijo–, ya que tiene tanto empeño los inscribiré como alumno regular; pero eso sí, le diré que soy implacable en cuanto a horario y cumplimiento. Mis clases, o mejor dicho, el ciclo constará de diez lecciones y pido estrictamente no faltar a ninguna de ellas, porque todas guardan una relación para el mejor desarrollo que persigo. Así es que… a no faltar.
Seguidamente me preguntó:
–¿Cuál es su ocupación?
–Pues verá, profesor: yo me dedico a las artes plásticas. Soy pintor y, de vez en cuando, doy algunas charlas y conferencias de mi especialidad, como es el arte.
–¡Ajá! ¿con que pintor?
No se qué interpretación encontró a mis palabras. Lo cierto es que, instantáneamente, hubo una corriente de ideas, sobre todo espirituales, de esa persona recia y de voz bien timbrada, adentrándose en mí, y en la misma forma que escuché la primera clase, que fue magistral, con una riqueza en el lenguaje y una galanura en la expresión, hizo que el entusiasmo del auditorio recibiera con plácemes cuanto acabo de manifestar.
*
Todo esto sucedió en 1959.
Hoy, cinco años después, don Ramón Suárez Picallo, se nos ha ido para siempre tomando rumbo hacia las estrellas remotas, dejando una profunda huella en nuestros corazones; pero subsistirá su personalidad en lo perenne del recuerdo y en la supervivencia de nuestro espíritu, al igual que las campanas que elevan al espacio la oración de los dolores, con sus lenguas de bronce, que sirven a los hombres para expresar los estados místicos o dolientes de su soplo divino.
Del lado donde nos encontrábamos nosotros, estaba un señor que por su aspecto, también parecía de la casa. Era un hombre ya entrado en años, aunque su espíritu no lo demostraba: erguida la cabeza, que peinaba canas, se veía por su aspecto que había sido robusto y bien plantado en su mocedad, con una vanidad, que hacía gala de su seguridad al hablar: voz bien timbrada, ojos claros, de un mirar luminoso y amplio, como hechos de horizonte de mar.
Me dirigí al que estaba al otro lado del mostrador y entablamos el siguiente diálogo:
–¿Puede informarme sobre los “Cursos de Capacitación y Oratoria”?
–¿Es usted socio?
–Si, señor.
–Entonces la inscripción es gratuita.
–Mejor que mejor, ya lo leí en el periódico.
–¿Cómo se llama?
–Fulano de tal.
–¿Edad?
–Tantos.
–¿Dónde vive?
–En tal calle.
–¿Conoce usted al profesor Suárez Picallo?
–No señor; pero tengo muy buenas referencias y, sobre todo, español y gallego, dos veces bueno.
En esto, terció en la conversación el señor de los ojos claros, ya entrado en años y de mirada escrutadora y díjome a boca de jarro:
–¿Pero no lo ha visto nunca?
Si le digo que no lo he visto y que ni sé cómo es.
–Dígame joven, ¿y por qué quiere anotarse en los “Cursos de oratoria”?
–Es que me gusta tanto escuchar a personas que manejan correctamente el idioma, que por regla general, el orador une lo agradable a lo real; de ahí que la elocuencia sea un pintura del pensamiento y, además, escucharé buenos discursos y me quedará algo para recordar.
–Está usted muy equivocado.
–¡Cómo equivocado! ¿Usted conoce al profesor Suárez Picallo?
–Cómo no lo voy a conocer, si el que va a dictar la cátedra soy yo.
No supe qué contestar y traté de excusarme lo mejor posible; tal fue mi azoramiento.
Bueno –me dijo–, ya que tiene tanto empeño los inscribiré como alumno regular; pero eso sí, le diré que soy implacable en cuanto a horario y cumplimiento. Mis clases, o mejor dicho, el ciclo constará de diez lecciones y pido estrictamente no faltar a ninguna de ellas, porque todas guardan una relación para el mejor desarrollo que persigo. Así es que… a no faltar.
Seguidamente me preguntó:
–¿Cuál es su ocupación?
–Pues verá, profesor: yo me dedico a las artes plásticas. Soy pintor y, de vez en cuando, doy algunas charlas y conferencias de mi especialidad, como es el arte.
–¡Ajá! ¿con que pintor?
No se qué interpretación encontró a mis palabras. Lo cierto es que, instantáneamente, hubo una corriente de ideas, sobre todo espirituales, de esa persona recia y de voz bien timbrada, adentrándose en mí, y en la misma forma que escuché la primera clase, que fue magistral, con una riqueza en el lenguaje y una galanura en la expresión, hizo que el entusiasmo del auditorio recibiera con plácemes cuanto acabo de manifestar.
*
Todo esto sucedió en 1959.
Hoy, cinco años después, don Ramón Suárez Picallo, se nos ha ido para siempre tomando rumbo hacia las estrellas remotas, dejando una profunda huella en nuestros corazones; pero subsistirá su personalidad en lo perenne del recuerdo y en la supervivencia de nuestro espíritu, al igual que las campanas que elevan al espacio la oración de los dolores, con sus lenguas de bronce, que sirven a los hombres para expresar los estados místicos o dolientes de su soplo divino.
En Lugo, Buenos Aires, 10/1964