Una ancha constelación de astros de primera magnitud, brillaba entonces en el cielo deportista de América. Y sobre los altos mástiles olímpicos de Amsterdam y de Colombes, flamearon triunfales los colores blanquiazules de la más pequeña República sudamericana: Uruguay. La bandera triunfal había sido izada a pulso por once muchachos de origen modesto, enérgicos y vigorosos, ante el asombro de la “gringada” Europa que creía que Montevideo, incluso en deporte, era la capital de Río de Janeiro.
Por el lado occidental, sobre “el otro mar”, también había lo suyo en fútbol. Un nombre compuesto, cargado de autoctonía, resonaba con ecos triunfales a todo lo largo de su franja litoral: “Colo-Colo”, evocador de viejas y estupendas hazañas. No flamearon sus banderas en los mástiles olímpicos, pero cubrieron de gloria deportiva todo este lado del mundo.
Ayer, en el estadio, ante más de 50 mil personas, se juntaron las dos riberas de América para reverdecer viejos laureles. No pasó nada. Quedaron empatadas, dos a dos, como cuadraba a buenos amigos que no disputan prioridades, sino que quieren hacer alarde de lo que eran capaces de hacer sus lejanas mocedades.
Fuimos ayer al estadio, y vimos el partido con igual emoción con que, un buen escritor, vería una representación de Calderón de la Barca, o de Lope de Vega.
Fútbol del siglo de oro, 22 hombres tras de una pelota. Ante ella, corriendo como gamos. Recuerdo melancólico de los tiempos en que creíamos que una patada bien dada a un globo de cuero, era como darle un puntapié al mundo, capaz de alterar sus movimientos de rotación y traslación. Una puesta de sol que recuerda una aurora lejana. ¡Qué bien lo hacían los clásicos!