Comer carne era una especie de crimen canibalesco. Las más horrendas enfermedades, no eran otra cosa que, la consecuencia de nuestra glotonería, asesina y carnívora. Los callos, el dolor de muelas, las neuralgias y hasta otras dolencias menos confesables, tenían su remedio infalible, en una extraña ciencia que se llama Trofología. Vahos de eucaliptos, infusiones vegetales, y una alimentación a base de rábanos, lechugas y papas sin aliñar, eran la gran triaga .
Hasta que vino la Ciencia a meter su hocico en la cosa. Y la Ciencia, enteramente extraña a las ideas, echó a perder la cosa. Se declaró ecléctica, y mientras a un anémico le manda comer hígado de ternera, a un señor con el estómago y el hígado hechos trizas, le receta acelgas hervidas, sin ningún otro aditamento. Desde entonces, se fue al diablo el encanto de ser vegetariano; porque dejó de ser característica de su grupo de idealistas, y lo fue, de una porción de enfermos del hígado, y, por lo tanto, terriblemente malhumorados.
De otro modo, no puede explicarse nadie, que en un restaurante vegetariano de Santiago, se armase una tremenda trifulca, con intervención de la autoridad, para imponer el orden perturbado. Hitler, escasamente cristiano, y enemigo de idealismos y “no agresiones”, es vegetariano, porque sufre de una afección a la garganta.
Por eso, no puede uno, en los tiempos actuales, fiarse de nadie. ¡Ni de los vegetarianos! Porque se corre el peligro de confundir a un apóstol del “no matarás”, con un enfermo de bilis. Para resolver el problema, proponemos un sistema de transacción inventado por un amigo nuestro: Comer vegetales “transformados” en bistecks de ternera o lonchas de jamón. Porque la ternera y el cerdo no son otra cosa que vegetales transformados en carne. ¿Vale la propuesta?