El texto es muy enredado y no es del caso ni siquiera glosarlo aquí, ya que no tiene ni valor literario, ni valor jurídico, ni valor moral alguno. Tiene eso sí, una gran fuerza de pintoresquismo ridículo, demostrativo de la escasa seriedad con que allí se tratan las cosas y tiene además algún meollo de picaresca política de menor cuantía. Ahí es nada lo de un General oscuro enmendándole la plana a catorce siglos de Historia, en lo que la Historia tiene de más quisquilloso sobre todo en España: quitar, poner, transmitir y autorizar el uso de los títulos de “nobleza y de grandeza”, según por lo que tal entienden los cánones respectivos. Véase como:
“La prerrogativa de conceder, transmitir y rehabilitar los títulos nobiliarios – copiamos textualmente- corresponde al Jefe del Estado”. Y luego después – siempre copiando- esto otro: “El Jefe del Estado podrá acordar la suspensión o privación temporal o perpetua de aquellas dignidades nobiliarias de los legítimos poseedores que no sean dignos de ostentarlas por razones de conducta pública o privada, quedando en estos casos, vacantes los grandes títulos ”.
Ello quiere decir, lisa y llanamente, que los Alba, los Medinacelli, los Sotomayor, los Veragua, los Lemos, los Andrade, los Altamira y otros mil más, si no aplauden a Franco y apoyan a don Juan – pongamos por caso- se llamarán Juan Pérez, Antonio López o Francisco García, mientras sus añejitos titulazos pasan a los “Casteleiro”, “el cojo Novoa”, “el Perrinche” y “el Cachalote”, todos ilustres mandamases del “glorioso movimiento salvador”, en su calidad de jefes falangistas de piquetes de ejecución, o de líderes del provechoso Straperlo. Nos imaginamos la cara que habrán puesto, al conocer el decreto de marras los usías y los vuecencias, condales, ducales y marquesales, pensando en la triste suerte que habrá de caberles a los leones rampantes y sin rampar, a los campos de gule, alas águilas, unicéfalas y bicéfalas, a las sogas y los calderos, que ilustran, con otros fieros animales y símbolos pavorosos, los escudos blasonados de sus casas pairiales, adornando innobles y plebeyos apellidos de gente de rompe y rasga.
A nosotros –gracias a Dios- no nos va ni nos viene en nada esos intríngulis heráldicos, pero comprendemos, perfectamente, la posición del generalísimo sobre el particular. Él, ha sido autorizado por “sus” Cortes y por “su” plebiscito para gritar o poner rey como mejor se le dé la real gana. Y es natural que siendo así, pueda subsidiariamente, quitar y poner duques, marqueses, condes y vizcondes a su gusto y antojo, de acuerdo con el aforismo que dice: “quien hace lo más, puede hacer lo menos”.
DECADENCIA DE LA NOBLEZA DECRETADA
Por lo demás la llamada nobleza concedida por decreto está en decadencia en España desde hace muchos años. La pusieron en solfa las Cortes de Cádiz y la abolieron todas las naciones americanas al proclamar su independencia bajo la advocación del régimen republicano. Sobre el particular, merece recordarse el rotundo texto de don Bernardo O’Higgins, aboliéndola en Chile:
“Si en toda sociedad –dice el Decreto del Padre de la Patria chilena- debe el individuo distinguirse solamente en su virtud y en su mérito, en una República es intolerable el uso de aquellos jeroglíficos que anuncian la nobleza muchas veces conferida en retribución a servicios que abaten a la especie humana. El verdadero ciudadano – prosigue-, el patriota que se distinga en el cumplimiento de sus deberes, es el único que merece perpetuarse en la memoria de los hombres libres. Por tanto ordeno y mando”… etc.
Y en la misma España, cuando la Nación tuvo una de sus pocas oportunidades para pronunciarse libremente – en las Cortes Constituyentes de la República, 1931-1933- expresó en su Carta Fundamental, artículo 25, su opinión al respecto en estos términos magníficos: “No podrán ser fundamento de privilegio jurídico; la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas. El Estado no reconoce distinciones ni títulos nobiliarios”.
El generalísimo en su mentado proyecto de “ley”, no llega a tanto, pero llega a algo peor en eso de menospreciar a la nobleza, atribuyéndose el derecho de hacerla y de deshacerla. Hay quien asegura que su actitud no pasa de ser una “salida” al rencor que tiene contra sí mismo, por no poder llamarse Marqués del Ferrol, Duque de Bahamonde o Conde de Meirás, porque sus apellidos – hebreos ambos dos- no se avienen a ello sin ofender a su política católica. Por algo, los únicos títulos nobiliarios que se exceptúan de sus facultades de quitar y poner nobles, son los concedidos por la Santa Sede romana a los súbditos de su reino.
De todas maneras, el Caudillo sabe lo que hace. Se cuenta de él, que siendo Capitán, se le presentó un soldado paisano suyo pidiéndole permiso para ir a las fiestas de su pueblo; y que cuadrado como un poste empezó así su pedido: “A la orden de Usía mi Coronel…” a lo que aclaró el futuro “Jefe del Estado por la gracia de Dios”: “Yo no soy Coronel ni tengo tratamiento de Usía” El soldado agudo y cazurrón le contestó impertérrito: “Ya lo sé señor, pero eso siempre gusta”.
Es posible que al redactar la proyectada ley de referencia haya “recordado la anécdota”, pensando como les gustaría a “Casteleiro”, al “cojo Novoa” y al “Cachalote”, oírse llamar Duque, señor Marqués o señor Conde como si fuesen Alba, Figueroa, Lemos o Pardo Bazán. Porque los gobiernos de tal jaez viven de eso: de empequeñecer a los grandes y de engrandecer a los pequeños y a los cativos con afanes de tener una jerarquía de pertenencia ajena.