Por fortuna, la noble tarea tiene ahora nuevos estímulos y nuevos impulsos de parte de las autoridades competentes, encargadas de lograr el propósito de que en todo el país no haya ningún analfabeto. Así como suena, ningún analfabeto. Y cuenta, además con grupo de voluntarios cívicos dispuestos a cumplir la nobilísima obra de misericordia de enseñarle al que no sabe.
Pero una labor de tal naturaleza y magnitud no logrará su plenitud si en ella no interviene la buena voluntad de toda la ciudadanía –hombres y mujeres, jóvenes y viejos- empezando por la propia casa ¿Cuántos dueños de fundos, de grandes fincas, de talleres y de fábricas se han dedicado a averiguar si sus peones más modestos saben o no leer y escribir? ¿Y cuántas familias pudientes y sedicentes cristianas dotadas de todos los bienes y dones del Espíritu Santo han indicado alguna vez a sus hijos mayores el deber cívico, moral y religioso de enseñarles a leer y escribir a los empleados y empleadas encargados de guiar a sus hijos más pequeños en el balbuceo de las primeras palabras?
La obra ha de ser paciente, tenaz, sin prisas y sin pausas, en busca de un solo premio y de una gran satisfacción espiritual: compartir el asombro maravillado del hombre al descubrir por vez primera el secreto del Verbo hecho letra y hecho palabra. Y, además, la emoción de hacer patria, en la que todos sus ciudadanos sepan leer y escribir lo que sienten, lo que piensan y lo que desean.