TRAVESURA ( Contos de PARDO BAZÁN)

TRAVESURA


Por Emilia Pardo Bazán

[Nota preliminar: edición digital a partir de la de «La Esfera» núm. 219,de 19 de marzo de 1918, y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez (Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa, 1990, T. IV, pp. 38-40).]

De sobra sabemos que aquí no hay puerta cerrada -díjome el teniente alcalde al referirme este ínfimo suceso-. Por más órdenes terminantes que dé uno, por más cara seria que ponga, aunque aterre a los guardias con severas instrucciones, apenas da media vuelta, entra todo el mundo, como Perico por su casa, en todas partes, ¡hasta en el sursum corda! Y entran primero los menos indicados, y se cuelan los que jamás debieron colarse nunca. Y no es lo peor que se cuelen, sino que se desmandan y se aprovechan.
Fue el caso, que estábamos construyendo, en los almacenes municipales -¡ya los ha visto usted!-, una carroza de Carnaval. Tenía la carroza la forma de un inmenso lagarto, hecho el cuerpo con verde mirto, y la gorja, ojos y lengua con claveles rojos. Como el diseño era artístico, el animalote resultaba hasta bonito, o siquiera muy pintoresco. La plataforma estaba hábilmente adaptada a la hechura del saurio, y las ruedas, casi invisibles, eran doradas con purpurina. Gran efecto había de causar el tarascón.
Y del barrio, y de más lejos, venían a bandadas golfos y hampones a admirar la obra de arte, y no podíamos espantarlos por más que hacíamos. El uno, por sobrino del carpintero Fulano; el otro, porque le conocía el empleado Mengano…; éste, porque era ahijado de la lavandera; aquél, porque su madre, la castañera de la esquina, conocía mucho al concejal H o B… Al poco rato aquello era una reunión concurrida, y los que ataban las ramas del mirto o clavaban las tablas de la plataforma, no podían revolverse, molestados por el emjambre, que cada vez se les echaba más encima, solícito en prestar imaginaria ayuda.
-¿Traigo alfileres? ¿Quié usté puntas de las gordas?
Entre estos auxiliares espontáneos, el más despabilado era un pilluelo, al cual conocían por Maca, abreviatura de Macario, su verdadero nombre. Donde había un recado que dar, una puerta de coche que abrir, algo que recoger del suelo, allí estaba Maca, con su semblante pálido y sucio, su ropa desteñida y remendada, su risa fácil, que celebraba toda broma que se le dirigiese, y su dentadura espléndida, enseñada con motivo de la risa. Así como no hay manera de evitar que el aire se cuele por las rendijas, no la había de librarse de Maca donde algo sucediese, fuese lo que quisiera. Maca sabía, no puedo decir por qué artes, dónde se reúne la gente, y rara vez se quedaba a la puerta; si veinte veces le despedían, otras tantas volvía, con tenacidad de mosca porfiada a quien oxean y de nuevo se posa en el terrón de azúcar. Habíamos acabado por aceptar a Maca como a una imposición de la fatalidad, y sin preguntar de dónde venía, quiénes eran sus padres, ni si era lícito su modo de vivir, casi nos sería penoso que desapareciese, hechos a tomar su importunidad como algo familiar en nuestra vida.
Mientras iba espesando el mirto, figurando la piel del verde monstruo, que en su lomo había de llevar a un grupo de lindas señoritas vestidas de Locuras -nunca disfraz más apropiado-, Maca zascandileaba por allí, nadie se fijó en un momento, al anochecer, en que desapareció como por encanto. A nadie se le podía ocurrir que se hubiese ocultado en cualquier rincón; si se pensase en él, se supondría que andaba ya por la calle, su morada habitual.
Se retiraron los pintores, los operarios, los espectadores, dejando solo el almacén de trastos y a la tarasca, a la cual sólo faltaban remates. Antes de retirarse habían dejado, al lado de la carroza, un cestón repleto. Eran bollos, fiambres y botellas con que al otro día serían obsequiadas las Locuras…, y no sólo las Locuras, sino sus obsequiantes. Debiendo salir temprano, adelantaron esta precaución.
Apenas quedó el local silencioso, salió Maca de su escondrijo. La oscuridad del recinto no era tan completa que, por los ventanos enrejados, no entrase una luz difusa, a la cual sus ojos se habituaron en seguida. Miró alrededor, y arrimadas a la pared vio unas figurazas espantables. Eran gigantes con turbante o con corona, y feísimos enanos con ropajes caprichosos. Había uno armado de todas armas, que en la cabeza ostentaba descomunal bacía de barbero. Había un villano rechoncho, caballero en un asno. Había un inglesón con sombrero gris y patillas rojas, y un gitano con unas tijerazas al cinto disformes. Estos monigotes permanecían cuajados en la expresión exagerada de sus carotas, que degeneraba en mueca. El pilluelo sabía muy bien lo que eran tales vestiglos. Hartas veces los había visto desfilar en festejos municipales. Los gigantes, los cabezudos del Ayuntamiento… Casi le parecían amigos. Pero, a tal hora, en la soledad del encierro, con la penumbra dudosa que envolvían sus bultos, adquirían una vida fantástica. Maca notó algo semejante a miedo. Entonces sus ojos se fijaron en la cesta.
En ella iba a encontrar no sólo el placer soñado, sino el valor que le faltaba. La abrió y la reconoció, con presteza de gallofero hecho a los lances del merodeo y del descuido.
¡Qué de riquezas! Nunca otras así habían palpado sus dedos ágiles. Trufados y rajas de lengua cuyo olor abría el apetito, jamón jugoso, bocadillos, emparedados formando un bloque, dulces y pastas, caramelos en bolsas de raso… Y, además, unas panzas frías, duras, de botellas que prometían paraísos…
Maca resolvió tomar de cada provisión un paquete. De las botellas tentadoras decidió apropiarse dos, una de jerez y otra de champán. Nadie lo sabría. Escondería el casco vacío detrás de Sancho Panza, y, luego, averigua quién te dio… Para abrir las botellas allí tenía, a falta de descorchador, el martillo de los carpinteros. Un golpe en el gollete… Roto el cuello, comenzó a empinar. ¡Contra, y qué cosa más buena! Sobre todo, aquel vino que hace espuma, ¡qué fino, qué traidor! ¡Y los bocados! ¡Dios, qué ricos! ¡Qué hermosuras se zampan los concejales! Maca devoró, devoró, engullendo ávidamente, alternando el trago con el tragadillo. ¡Más, más! En medio de su ansia, y de la cabeza «se le andaba arredor», el golfo pensó en borrar las huellas de su delito. Ocultó los papeles, los destrozados golletes, los cascos apurados, y dando traspiés, se acogió a la mole de la verde tarasca. Un sueño invencible le invadía, se apoderaba de su cuerpo ahíto y de su cerebro mareado. Una idea se le ocurrió; por mejor decir: le empujó el instinto a buscar refugio en el ancho vientre del monstruo. Deslizóse allí, entre virutas y ramas de mirto desechadas, y en el casi mullido lecho se tendió, ocultándose, maquinalmente, bajo el follaje. Un sopor profundo se apoderó de él. Como una piedra…
Tan como una piedra, que al amanecer del otro día no sintió que encajaban y atornillaban la plataforma, ni que fijaban sobre ella una especie de baranda, con toscos asientos destinados a que los ocupasen las Locuras. Y no percibió que sacaban el mamotreto, ni que le enganchaban el tronco de mulas que lo había de arrastrar, ni que el grupo de muchachas, alegre y desenfadado, diciendo timitos y chulerías, se instalaba sobre el lomo del lagarto, armando bulla con los cascabeles de sus cetros carnavalescos, rematados en cabecitas de muequeros bufones. Y empezó el armatoste a rodar, y rodó toda la mañana, entre la algarabía de la multitud, por calles y paseos, recogiendo ovaciones, perdiendo mirto a cada vuelta de rueda. Maca se había despertado por fin, con atroz dolor de sienes y bascas horribles. Deseaba gritar, clamar para que le sacasen de la extraña cárcel, y no se atrevía: de fijo le daban una paliza, le derrengaban a puntapiés… Además, le faltaban fuerzas. ¡Estaba malo, muy malo! En su prisión no había aire, y el taconeo que sobre él armaban las Locuras le resonaba dentro del cráneo, como si le golpeasen con mazos poderosos.
-¡Mi madre! -gemía el mísero, a pesar de que no la había conocido nunca.
Por la tarde, mientras el lagarto recorría una vez más los paseos, ya algo pelado, y con deserción de dos o tres Locuras, cuyo paradero se ignoraba, el golfo, ardiendo en calentura, tuvo un acceso del delirio. Vio a los monigotes de cartón piedra, convertidos en seres reales, que le acosaban, que le ensartaban con sus lanzas o le aporreaban con sus garrotes. Y vio que un colosal lagarto le tragaba y le digería penosamente. Eran sus propias sensaciones las que atribuía al animal. Su angustia era más cruel: la del que tiene el estómago paralizado. Debió entonces de revolverse con fuerza, porque algo notaron los que dirigían y conducían la carroza.
-No sé qué demonios hay ahí dentro…
Ya se retiraban al almacén. Allí alzaron la plataforma y sacaron al andrajo de humanidad, a Maca, delirando y grotescamente envuelto en ramillas de mirto…
En la Casa de Socorro fallaron: intoxicación, calentura muy alta. En el hospital, a los pocos días, gástricas, tifoideas.
-¿Y en qué paro? -pregunté con interés.
-¡Bah! -respondió el teniente alcalde-. Si usted quiere, averiguaremos. No he vuelto a tener noticia. Sólo sé que a Maca no se le ha vuelto a ver por ahí…

Texto publicado na ESFERA, 19 de marzo de 1918

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